Claro está, eso no significa que no vaya a intentar hacerlo divertido. Cuando leáis, intentad olvidar lo que recordáis sobre FFVI e imaginad lo que estáis leyendo como si fuese la narración de una novela desconocida. No voy a hacerlo todo exactamente igual, y puede que logre meter en vuestras cabezas un FFVI distinto, una historia similar a la imagen que se iba montando en mi cabeza mientras jugaba al juego por primera vez, a través de los sprites pero no exactamente con la apariencia de los sprites. Parecido y al mismo tiempo diferente.
Recordad que ninguna consola tiene mejores gráficos que vuestra imaginación.
Índice.
1. Asalto a la mina.2. Huída de Narshe.
-- 08 Feb 2011, 20:08 --
1. Asalto a la mina.
La nieve se acumulaba sobre el risco azotado por el viento. Desde aquellas alturas, era posible vislumbrar el valle de Narshe; un nutrido grupo de casas encaramadas al desfiladero de roca grisácea. El humo subía desde las chimeneas, y también de las hendiduras en la piedra, sin duda procedentes de la maquinaria que hubiese en las minas. En las ventanas de los edificios comenzaban a encenderse luces amarillentas; los norteños sabían bien como prepararse para resistir la fría noche polar que ya comenzaba a extenderse sobre ellos.
Un pesado sonido de pasos se elevó en la noche, a medida que tres siluetas se acercaban al risco. Caminaban como criaturas bípedas, pero eran máquinas, enormes máquinas de guerra con piernas y garras. Llevaban faros en la parte frontal, y parecían envueltas en un ligero humo rojizo, que daba un siniestro toque carmesí a la nieve que había bajo ellos. Eran tres en total. Sobre las dos primeras viajaban unos soldados imperiales, de parecida altura y aspecto. Ambos llevaban armaduras marrones y cascos del mismo color que les cubrían los ojos casi por completo. La tercera figura era más llamativa. Se trataba de una joven de pelo verde, recogido en una coleta. Llevaba una diadema muy ceñida a la frente y tenía una permanente expresión ausente, como si estuviese absorta contemplando los copos de nieve.
—Ahí tenemos la ciudad —dijo Wedge, el primero de los soldados, acercando su vehículo al borde mismo del acantilado.
—Cuesta creer que mil años después de la Guerra de los Magi aparezca un esper congelado... —replicó Biggs, sin moverse del sitio. Entonces, se adelantó junto a su compañero y dijo con desdén—: ¡Bah! Esto no deja de ser otra búsqueda sin sentido...
—Quién sabe —dijo Wedge, ceñudo, con la vista clavada en la ciudad que se extendía bajo ellos—. Aunque esta tía no nos acompañaría de no ser porque están seguros de que los rumores son ciertos —añadió, señalando con el pulgar a la chica, que había permanecido inmóvil como una estatua desde que se habían detenido.
Biggs se volvió y se acercó a ella.
—Sí, claro... Nuestra pequeña bruja —dijo con voz mosqueada, como si aquello tampoco terminase de gustarle—. Dicen que fue capaz de freír a cincuenta soldados Magitec en tres minutos... ¿No te da mal rollo? —preguntó, sin poder contener una nota de miedo en su voz.
—Tranquilo, con eso que lleva en la cabeza no es más que un títere —restó importancia Wedge—. Si se lo ordenáramos, seguro que hasta dejaría de respirar.
De pronto agarró con firmeza los mandos de su Armadura Magitec y abandonó el risco con paso decidido.
—Avanzaremos por el este —señaló, dando a entender que el descanso había terminado—. ¡En marcha!
Sin añadir nada más, Biggs y la extraña chica le siguieron.
Tres figuras sombrías que se alejaban por la nieve interminable, bajo un cielo oscuro y sin estrellas.
***
La ciudad de Narshe estaba compuesta por varias casas de madera, con tejados azules, sostenidas entre altos muros de piedra. El suelo, también empedrado, se fundía con la roca del desfiladero y daba soporte a las estrechas calles atestadas de extrañas máquinas a vapor. Estufas, tuberías y ruedas doradas giraban y humeaban, haciendo un ruido similar al de las mismísimas máquinas de Vector. La nieve estaba derretida alrededor de estos artefactos, y era patente la diferencia de temperatura entre la nevada llanura y la acogedora ciudad.Pero los asaltantes poco observaron de esto. Las tres Armaduras Magitec penetraron entre los edificios causando un gran estruendo. Se oyeron voces de alarma en la ciudad, y algunas cabezas se asomaron a través de las ventanas amarillentas. Los soldados imperiales no solían actuar con discreción; convencidos de la superioridad de su armamento, se limitaban a coger aquello que buscaban, destrozando todo lo que estuviese en el camino.
—La chica irá en cabeza —decidió Wedge—. ¡Pasad de la chusma! Recordad el motivo por el que estamos aquí. ¡Adelante!
Pasaron bajo un arco de piedra sobre el cual se erigía una casa, que conectaba ambos lados del estrecho desfiladero. Una chimenea humeaba arriba del todo; había dejado de nevar.
—¡El Imperio no pinta nada aquí! —gritó el cabecilla de un grupo de guardias que, repentinamente, salió de un callejón tras la taberna que había frente a ellos. Iban vestidos, más o menos uniformados, con una especie de abrigados turbantes blancos, y unas bufandas del mismo color cubrían sus rostros, dejando entrever tan solo sus ojos enfurecidos. Además, había lobos grises amaestrados junto a ellos, que aullaban estrepitosamente y abrían y cerraban sus fauces babeantes.
Uno de los lobos saltó directamente hacia Wedge, esquivando la inmóvil armadura de la chica. Con un bufido, accionó un botón y un chorro de luz roja brotó del foco del vehículo y abrasó al animal. El aire se llenó de un curioso olor a madera quemada, y los restos calcinados del lobo cayeron como piedras al suelo, donde se deshicieron rápidamente en ceniza.
—¿Unidades imperiales Magitec? —comprendió uno de los guardias—. ¡Ni siquiera Narshe está a salvo de ellas! —se quejó, y gritando una orden se arrojó hacia los enemigos.
No tuvo mejor suerte que el animal. Él y su grupo iban armados con picos de minero, y llevaban ruedas de vagoneta que usaban como improvisados escudos. Trataron de saltar sobre las armaduras, pero difícilmente podían evitar la potencia de fuego imperial. Un rayo amarillo y uno azulado bastaron para abatir a varios de los guardias. El cabecilla había logrado esquivar los ataques, y se encaramó a la Armadura de la silenciosa chica, que apenas pareció verle. Aprovechando su oportunidad, clavó el pico en el hombro de la aparentemente indefensa muchacha, y tiró con fuerza hacia abajo para agrandar la herida.
—Piro —dijo ella, hablando por primera vez, con voz desprovista de toda emoción. Las ropas del asaltante echaron a arder, y cayó entre gritos al suelo, soltando su pico, que simplemente quedó clavado en el brazo de la bruja. Mientras el aterrado hombre rodaba intentando apagarse, el grupo de imperiales reanudó la marcha y le aplastó bajo el peso de las Armaduras, acabando inintencionadamente con su sufrimiento.
—¿No deberíamos...? —preguntó Biggs, observando la herida de la muchacha.
—Déjala —dijo Wedge—. Es la que menos peligro corre de los tres.
Tal vez eran ciertas sus palabras, porque mientras avanzaban por la helada calle, ella extrajo el arma y la dejó a un lado sin más. No parecía sentir el dolor de la sangrante herida. Sin embargo, puso su mano sobre ella y murmuró “Cura” en el mismo tono de voz. La hemorragia se detuvo al instante y la delicada piel volvió a quedar intacta. Biggs, que observaba con los ojos como platos, rehusó comentar lo que acababa de presenciar.
Había más defensores dispuestos a proteger la ciudad, pero ninguno de ellos era rival para la fuerza combinada de las Armaduras Magitec y la misteriosa bruja. Pese a que luchaban en su propio terreno, pese a que les superaban ampliamente en número y podían rodearlos sin problemas, ni uno solo de los guerreros de Narshe sobrevivió a las escaramuzas. A medida que se acercaban al inicio del desfiladero, las casas iban estando más juntas y las paredes rocosas parecían más altas y amenazantes.
—¡Defended las minas! —gritó uno de los guardas, cuando llegaron a una serie de escalinatas de madera que conducían a las alturas. Wedge sonrió al oír aquello: se acercaban a su objetivo.
La siguiente pelea fue más dura. Un par de enormes criaturas, que parecían híbridos entre enormes osos y mamuts de largos cuernos, bajaron saltando por las colinas y embistieron contra ellos. Resistieron bien el ataque, pero las armaduras chirriaron y la plataforma de madera sobre la que se encontraban crujió de forma alarmante. Con expresión enfadada, Wedge ordenó a la joven que acelerase la marcha. Ella se limitó a empujar con fuerza una palanca y pudieron seguir adelante. Las criaturas yacían tras ellos, retorciéndose de dolor, moribundas entre las rocas.
Llegaron al fin a una hendidura en la piedra, una negra cueva más allá entre la nieve. No era la única, pues veían más aberturas sobre ellos, por encima de las pasarelas construidas con troncos. Pero sin duda, esta era la entrada principal, y la única que podrían alcanzar mientras siguiesen montados en aquellos vehículos.
—Según nuestras fuentes, se ha desenterrado un esper congelado en un pozo minero recién excavado —dijo Wedge—. Tiene que ser éste —decidió.
La cueva no estaba tan oscura como les había parecido en un principio. Había vigas sosteniendo el techo de quebradiza roca, y de ellas colgaban faroles que proyectaban una intensa luz anaranjada. Las Armaduras caminaban sobre unas vías de madera y hierro, que sin duda eran usadas por los mineros para extraer el carbón en vagonetas desde las profundidades.
No parecía haber guardias en el interior de la mina, pero no tardaron en encontrar ratas gigantes y otras alimañas, por no mencionar a los mecánicos cubiertos de grasa que salían de entre los engranajes de las máquinas y, a veces, les atacaban sin demasiado éxito con sus herramientas.
Llegaron al final de la vía y descubrieron que el camino estaba cortado. Unos soportes de madera bloqueaban la entrada a la siguiente cueva.
—Yo me encargo. ¡Apartaos! —dijo Biggs. Wedge se hizo a un lado; la misteriosa chica se había quedado atrás, junto a una vagoneta abandonada.
Biggs tomó impulso y embistió contra la reja de madera con su Armadura Magitec. Los clavos se soltaron y los listones de madera volaron por todas partes, levantando nubes de polvo al caer al suelo. Con una pequeña sonrisa de autosatisfacción, el soldado hizo un gesto y se dispusieron a reanudar la marcha. Pero un guardia de Narshe los había estado esperando al otro lado de la barrera, y aprovechó ese momento para entrar en escena.
—¡No os pensamos entregar al esper! —exclamó—. ¡Ymir! ¡A por ellos!
—¿A quién se ref...? —comenzó a preguntar Biggs, pero enseguida lo comprobaron. Era un gigantesco molusco, más grande que una de sus Armaduras. Su concha tenía la forma de una siniestra montaña, con espolones puntiagudos que se erizaban de forma protectora. La babeante cabeza que surgía del amoratado caparazón observaba fijamente a los soldados, con sus ojos azules como gemas centelleando en la oscuridad—. ¡Para el carro! —gritó Biggs, retrocediendo al toparse con el monstruo—. ¡Esta cosa es un...! ¡Seguro que le han adiestrado para defender las minas!
—¿Pero qué me estás contando? —replicó Wedge en el mismo tono—. ¿Reconoces a este bicho?
—¿Nunca has oído hablar del Rayolusco? —preguntó Biggs, con desesperación—. Este engendro absorbe electricidad...
—¡...Y la va almacenando en su concha! —terminó Wedge.
—Hagas lo que hagas, ¡ni se te ocurra atacar a la concha! —advirtió Biggs.
Pero no era tan sencillo. Ymir escupió una sustancia pegajosa sobre la Armadura Magitec de Biggs mientras hablaban. Cuando los tres imperiales atacaron simultáneamente, lanzando fulgurantes rayos carmesí, el mecanismo de la Armadura de Biggs hizo un ruido extraño. El Rayolusco recibió los ataques de Wedge y la chica antes de poder ocultarse, pero el rayo de Biggs llegó con unos segundos de retraso, alcanzando de lleno la concha.
El extraño material que formaba el refugio de Ymir absorbió el ataque como una esponja, y de las puntas que cubrían la superficie de la concha brotaron centenares de rayos, que llenaron la caverna entera, dejando negras marcas en las paredes. Los tres imperiales recibieron el ataque, y al menos los dos hombres gritaron de dolor. Para empeorar las cosas, las Armaduras Magitec comenzaron a echar humo, una señal bastante preocupante.
El pelo de la chica comenzó a ondear. Dio la sensación de que algo hubiese despertado en ella. Antes de que Biggs o Wedge pudiesen detenerla, la misteriosa bruja aferró con fuerza los mandos de su Armadura y logró hacer que saltara, interponiéndose entre Ymir y sus compeñeros.
—¡Esp...! —comenzó a decir Wedge, pero ella ya había pulsado el botón. Un brillante misil salió de la parte trasera de la Armadura Magitec y, proyectando una grácil curva por encima de la joven, fue a colarse por el agujero de la concha del Rayolusco.
La explosión hizo saltar los trozos de caparazón por toda la cueva. De Ymir no quedó sino una masa chamuscada y maloliente que, pese al tremendo daño recibido, seguía moviendo se y palpitando. Sin duda tardaría unos minutos en morir del todo.
—Bueno... Supongo que eso es todo —musitó Wedge. La chica había vuelto a retroceder y ahora estaba junto a ellos, concentrada en su mutismo—. Sigamos.
No había ni rastro del guardia que había enviado al Rayolusco contra ellos, pero la siguiente sala estaba llena de columnas y agujeros por los que fácilmente podría haberse escabullido. Y al fondo, sobre una especie de repisa natural formada por roca, había un gigantesco trozo de hielo. No podían verlo bien, pero parecía contener un ave con plumas de varios colores.
—Entonces... ¿éste es el esper congelado? —preguntó Biggs, examinándolo con detenimiento, pero a una distancia prudencial. Una luz azulada emanó del fragmento de hielo y resplandeció por toda la mina durante un segundo. Él y Wedge se miraron.
El resplandor se hizo más intenso y los hombres se vieron obligados a taparse los ojos con las manos, entre muecas de dolor. Pero la chica seguía inmóvil, observando directamente el trozo de hielo y la criatura que contenía.
—Qué mala espina me da todo esto... —masculló Wedge, cuando el intenso resplandor remitió un poco—. ¡Algo no va bien!
El brillo recorrió el fragmento de hielo. Las escamas que cubrían el cuerpo de esper, al parecer mitad ave y mitad reptil, se hicieron visibles cuando el hielo pareció volverse transparente como cristal puro.
Como movida por un súbito impulso, la joven se adelantó, subiendo al pedestal de un salto y deteniéndose a unos centímetros del hielo. La criatura congelada comenzó a brillar con luz propia, de forma inquietante, y la muchacha extendió una temblorosa mano hacia ella.
Los cuerpos de los tres imperiales resplandecieron.
—¿De... de dónde ha salido esa luz? —preguntó Wedge, mirándose las manos horrorizado—. ¡Aaaaaaaaarg!
Con un alarido, fue engullido por el torrente de luz que manaba de su propio ser y se desvaneció.
—¿Qué...? ¿Qué ha pasado...? ¿Wedge? —Biggs dio media vuelta y comenzó a buscar a su compañero, movido por la desesperación—. Wedge, ¿dónde te has metido? ¡Esto no tiene gracia!
Mientras decía esas últimas palabras, su cuerpo pareció desintegrarse en medio de un fulgor blancoazulado. Ahora sólo la misteriosa joven y la criatura congelada permanecían en la cueva. El silencio lo llenaba todo; los sonidos de la mina y de la batalla habían quedado muy atrás. La extraña luz parecía haber convertido aquella cueva en un lugar de otro mundo; a horcajadas sobre la Armadura Magitec, la chica casi rozaba el hielo con la punta de los dedos.
Hubo una explosión de luz cuando la rozó. Los pesados pies de la Armadura dejaron surcos en la roca cuando la joven fue propulsada hacia atrás y cayó del pedestal, aterrizando en el centro de la cueva. Pero ya estaba hecho. Tanto la criatura en el hielo como la joven sobre la máquina ardían con una llama azul brillante, y un hilo de relámpagos los conectaba.
Repentinamente, la Armadura Magitec explotó y la joven fue propulsada hacia arriba. Se golpeó la cabeza con el techo de la cueva y perdió la consciencia. Una vez se hubo desmayado sobre un charco de su propia sangre, la energía que animaba al esper pareció agotarse y la cueva quedó en la más absoluta oscuridad.
Un trozo de hielo que nadie podía ver y un cuerpo abandonado que a duras penas respiraba.