Felanan tenía quince años por aquel entonces. Era un muchacho, fuerte, atlético, sin demasiadas ocupaciones. Había comenzado a ayudar al joven Cid en la construcción de accesorios para la tienda hacía poco. No era una ocupación que le entusiasmara, pero sus padres insistían en que tenía que encontrar un modo de ganarse la vida.
Sin lugar a dudas, Felanan era bastante habilidoso, pero el trabajo en el taller le quitaba tiempo para jugar. Solía pasar la mayor parte de su tiempo libre correteando por los tejados con su mejor amigo, Cosmog. No le preocupaba gran cosa su futuro; Ciudad de Paso era un lugar seguro e inalterable, tranquilo y apacible para vivir. Casi echaba de menos un poco más de acción: sus peleas, no demasiado serias, con Cosmog en los tejados eran su mejor entretenimiento. Pero como el moguri podía volar y manejaba un boomerang con una precisión asombrosa, Felanan era quien perdía casi siempre... Lo cual no le importaba demasiado. Por algún motivo, nunca se hacía demasiado daño con sus caídas, y una o dos veces había estado a punto de coger a Cosmog por sorpresa.
No sería aquella noche. Felanan se encaramó a su ventana, como acostumbraba a hacer, y extendiendo fuera los brazos, se impulsó al tejado. Escuchó un grito ahogado, y él mismo se sorprendió y estuvo a punto de caerse.
Había una chica sobre el tejado de la casa de Felanan, ataviada con un vestido blanco adornado con cadenas y con cabellos finos y azules que le llegaban hasta la cintura. Había estado allí, simplemente sentada, y parecía desconcertada de verle... Casi asustada.
—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? —preguntó Felanan, sorprendido.
—Estaba... —la muchacha pareció buscar una excusa—, estaba observando el paisaje.
—¿Desde el tejado de mi casa? —se burló Felanan—. Es un lugar bastante escondido e inaccesible. Además, no has respondido a mi primera pregunta.
—Me llamo Evethel —se dignó a contestar ella—. ¿Cómo supiste que estaba aquí?
—No lo sabía —confesó Felanan—. Simplemente quería dar una vuelta.
—La gente normal sale por la puerta, ¿sabes? —se burló entonces Evethel.
—Puede. Pero entonces mis padres sabrían que no estoy en mi cuarto.
Evethel rió.
—Supongo que ambos estábamos donde no deberíamos estar. ¿Qué tal si fingimos no habernos visto?
—Se me ocurre algo mejor —Felanan la cogió de la mano—. Conozco los tejados de Ciudad de Paso mejor que nadie. ¡Te llevaré a un sitio con buenas vistas de verdad!
—¡Espera! —protestó Evethel, tratando de desasirse—. ¡Yo...! ¡Aaaah!
Esto último fue porque Felanan había tirado de ella y había saltado al tejado contiguo. Comprendiendo lo peligroso que sería para ambos resistirse, Evethel dejó de intentar soltarse y se aferró con fuerza al brazo de Felanan. Pronto, ambos estuvieron lejos de allí, de camino a la torre del reloj.
—¡Esto podría ser amor, kupó! —comprendió Cosmog, que había estado observándolo todo desde detrás de una chimenea—. ¡Será mejor dejarlos solos, kupopó!
Felanan volvió a encontrarse a Evethel a menudo. La chica parecía estar siempre en su tejado, casi como si viviera allí. Un día, Felanan se acercó desde otro tejado y la encontró tumbada sobre las tejas, escondida, observando la calle fijamente y espiando a los transeúntes. Le pareció una actitud extraña, pero no podía pensar mal de ella. Sin duda, tendría sus motivos. Así que la llamó, y aunque ella se sobresaltó un poco, sonrió al verle. Pasaban juntos todo el tiempo que podían, y por más que le preguntaba Felanan, ella no revelaba nada sobre sí misma. ¿De dónde había salido? ¿Dónde vivía? ¿Qué hacía cuando no estaba en su tejado? ¿Qué estaba buscando?
Nunca llegó a tener todas las respuestas, pero cuando se decidió al fin a contar algo más a Felanan, él decidió que nunca lo hubiese hecho.
—Y entonces me dijo Cid —estaba contando Felanan—, “¡Dame esa llave del cinco!”. Pero yo no le estaba escuchando porque estaba distraído hablando con Cosmog. Como Cid se estaba enfadando, Cosmog me alertó: “Felanan”, me dijo, “¡Cid te ha perdido una llave del cinkupó!”. Y yo me quedé desconcertado, pensando que quería la llave del cajón donde guardamos el zinc. Es una llave muy pesada de un cajón muy hermético, porque el zinc no lo puedes guardar en cualquier lado. Por eso, cuando le di la llave del cajón a Cid, él no notó la diferencia y trató de apretar la tuerca con...
—Felanan —interrumpió Evethel.
—Oh, perdona —Felanan pareció incómodo—. Te aseguro que cuando nos sucedió era más divertido, pero así contado...
—No es eso —sonrió Evethel—. Me entretienen mucho tus anécdotas. Pero hay algo importante que debo decirte.
—¿De verdad? ¿Qué es? —preguntó Felanan.
—Pronto tendré que marcharme —replicó ella—. Supongo que no volveremos a vernos.
—¿Marcharte? ¿A dónde? —preguntó Felanan—. Puedo... Puedo acompañarte. Si hay algún taller allí, yo podría... Cid dice que soy bastante bueno, puedo trabajar y...
—No, no puedes seguirme —suspiró Evethel con tristeza—. Yo no soy de aquí.
—¿De qué distrito eres? —insistió Felanan.
—No lo entiendes —Evethel abrió los brazos totalmente, como si pretendiera abarcar todo el mundo—. Yo no soy de aquí.
—Ah... —muy lentamente, Felanan creyó comprender lo que quería decirle—. ¿Existen otros mundos?
—Tengo prohibido hablar de eso —murmuró Evethel.
—Pero...
—Tengo lo que he venido a buscar —insistió ella—. No puedo quedarme más. Lo siento.
—No dejaré que te vayas —se empeñó Felanan.
—Nadie puede evitarlo —Evethel sonrió—. Ven aquí mañana. A esta hora. Quiero despedirme de ti.
La conversación terminó allí. La chica echó a correr, huyendo por los tejados con una agilidad y rapidez increíble. En medio de su confusión y dolor, Felanan se sintió vagamente orgulloso. Le había enseñado bien como moverse por las alturas.
Al día siguiente, Felanan volvió a encontrarse con Evethel. Había algo raro en ella, como si estuviese más pálida de lo normal. El muchacho se preocupó, pero blandió la tapa de cubo de basura con la que se había armado antes de venir.
—Ten preparado el boomerang, Cosmog —dijo Felanan, mirando a lo alto de la chimenea, donde estaba sentado el moguri—. Si intenta huir, derríbala.
—¿No es pasarse, kupó? —preguntó el moguri, preocupado.
—Tengo que saber la verdad —insistió Felanan—. No puedo dejar que se vaya sin más.
—¿Por qué no? —Evethel estaba recostada en la pared de la casa colindante—. ¿Por qué te importo tanto?
—Porque... —Felanan enrojeció.
—Dímelo, y tal vez me quede —Evethel le miró fijamente—. Puede costarme la vida, pero si me dices lo que quiero oír, no me marcharé.
—¿Costarte la vida? ¿Pero tú oyes lo que estás diciendo? ¡Evethel! ¡Yo no quiero ponerte en peligro! ¡Simplemente te...! ¡Te...!
Pero no pudo decir más. Él era demasiado inmaduro, no estaba preparado para hacer frente a sus sentimientos, y ella era demasiado triste, demasiado confusa, demasiado misteriosa. Se sintió como un monstruo cuando vio una lágrima resbalar por la mejilla de la chica.
—Adiós, Felanan —dijo dulcemente—. Nunca me había divertido tanto con nadie.
Dio un paso atrás, y desapareció. Sabía que era imposible. Ella había estado apoyada en la pared y ahora... ¿la había atravesado? Felanan corrió hacia adelante, y palpó la pared, esperando encontrar un botón oculto, un truco. Algo. Luego saltó atrás, furioso, y arrojó la tapa de basura con todas sus fuerzas contra la pared, al punto en que ella había desaparecido. Pero no pasó nada.
—¿Estás bien, kupó? —preguntó Cosmog, preocupado, al ver al postrado Felanan, que jadeaba como si acabase de correr una hora.
—Cosmog... He sido un cobarde —dijo Felanan—. Tengo que seguirla.
—¿Estará en casa del vecino, kupó? Ha atravesado la pared. ¡Puedo ir a comprobarlo, kupó!
—No es tan sencillo. Creo... Que Evethel no era de aquí. Ha ido a otro mundo.
—¿Kupopó?
Felanan se obsesionó con aquella pared, donde su desesperado ataque había dejado una pequeña marca. Si Evethel había logrado cruzar, él también podría. Comenzó a robar libros de la casa abandonada de un mago que había vivido en el distrito 3, esperando encontrar algo sobre como viajar a otros mundos, pero sólo veía vagas referencias. Con lo poco que encontró, y tras hacer muchas preguntas sospechosas a Cid, comenzó a elaborar su propia teoría sobre los mundos, su propio diseño. Si podía crear una máquina que cortara la piel del mundo como una guillotina... En una sección concreta... Algo así como una puerta...
Comenzó a robar montones de materiales en la orfebrería, en el taller, en todos los lugares a los que tenía acceso. Decía a sus padres que se estaba llevando trabajo a casa, pero en su habitación no dejaba gran cosa. Llevaba la mayor parte al tejado, construyendo el marco metálico de una puerta que no llevaba a ninguna parte. La propia puerta tenía montones de pistones, engranajes y pequeñas chimeneas. Trabaja medio por instinto, pero pronto comenzó a pensar que iba por buen camino. Un día, al probar la máquina, observó que la pared arañada se oscurecía, y en su lugar le parecía ver una imagen... La imagen de un camino flanqueado por árboles. No era mucho, pero sabía que estaba viendo un lugar de otro mundo. Aunque extendió la mano hacia él, anhelante, su mano se topó con el muro. Podía ver, pero no atravesarlo.
—No es suficiente, Cosmog —musitó Felanan—. Lo estoy haciendo bien, pero necesito más energía. Mucha más energía...
En ese momento, una de las piezas de la puerta salió disparada y la imagen se desvaneció, dejando la mano de Felanan apoyada simplemente contra la pintura azul de la pared.
—Por las sombras, parece que no había apretado bien eso —protestó Felanan, olvidando sus progresos—. Voy a tardar un par de días en repararlo.
—Yo voy a estar ocupado, kupó —se apresuró a decir Cosmog—. Volveré cuando la hayas arreglado, kupó.
“Se ha cansado de ayudarme”, pensó Felanan, triste. “Y es normal, le estoy dejando de lado en mi obsesión de seguir a Evethel. Tal vez debería rendirme. Pero no puedo...”
Un par de días después, volvía a tener la puerta preparada. Felanan estaba preguntándose si los vecinos protestarían mucho cuando provocara un apagón de tres días, pero Cosmog apareció. Parecía magullado, pero traía algo en la mano.
—¿Estás bien, Cosmog? —se preocupó—. ¿Qué es eso?
El moguri levantó un par de piedras de color azul brillante, opacas, que iluminaban al propio moguri dándole un aspecto cadavérico.
—¡Piedras energéticas, kupó! —explicó Cosmog.
—Creía que eran ilegales —se extrañó Felanan.
—He tenido que comprárselas a Al Kupone —dijo Cosmog, y pareció muy avergonzado—. Lo siento, kupó... Pero tenías tantas ganas de ver a Evethel, kupó...
Felanan estalló en carcajadas.
—¿Por qué te disculpas? ¡Eres el mejor amigo del mundo! —Felanan retiró los cables que tenía conectados a la puerta y colocó las piedras de energía en su lugar—. ¡Pronto estaremos los tres aquí, juntos para siempre! ¡Evethel, tú y yo!
—¡Ánimo, kupó!
La puerta funcionaba. Despedía un destello inmenso, como si Felanan caminara hacia un foco. Estaba a punto de cruzar, de llegar al mundo de Evethel. Y entonces la encontraría y le diría que la amaba, que estaba enamorado de ella. Eso era lo que la chica había querido oír, lo que la habría hecho quedarse.
Pero cuando estaba a punto de cruzar la puerta, las piedras energéticas se agrietaron, y el paisaje fue reemplazado por una especie de humo verde en el que giraban espirales negras.
—¡El portal se ha vuelto inestable, kupó! —gritó Cosmog, saltando entre él y la oscuridad—. ¡Aléjate de él, kupó! ¡No podemos dejar que la oscuridad tome forma, kupó!
—Cosmog, ¿de qué...? —comenzó a preguntar Felanan, pero recibió el golpe de un boomerang en la cabeza. Rodó por el tejado, tratando de recuperar la visión, y se aferró en el último momento a las tejas, solo para ver a Cosmog, que aleteaba con esfuerzo junto a una de las piedras, intentando quitarla con sus propias manos. La oscuridad procedente de la puerta se arremolinaba en torno a él—. ¡COSMOG, NO! ¡NO TOQUES EL...!
La máquina explotó. La oscuridad fue reemplazada por una vorágine de llamas brillantes, y cuando se disipó, había un agujero inmenso en el tejado y en la pared. Felanan corrió hacia aquella especie de cráter, en busca de su amigo, y lo encontró. Apenas respiraba.
—Cosmog...
—Lo siento, kupó... —musitó el moguri—. No tendría que haber traído esas piedras, kupó... Te puse en peligro, kupó...
—¡No, Cosmog! ¡He sido yo quien te ha...!
—Adiós, kupó...
Los moguris le habían echado la mayor regañina de su vida, Cid le había llamado loco y sus padres estaban completamente avergonzados de él. Concienzudamente, Felanan destruyó todo el material que le quedaba de la investigación de la puerta, todos los apuntes que había reunido al respecto. ¿Otros mundos? ¡Ojalá nunca hubiese conocido a Evethel! ¡Ojalá nunca hubiera tratado de seguirla! Todo lo que necesitaba lo había tenido en su propio mundo. Y ahora no tenía nada.
Quería darse un respiro, alejarse de todo. También tenía bastantes ganas de enfrentarse al famoso contrabandista moguri, Al Kupone, el cual había vendido la piedra energética a Cosmog. Eran motivos suficientes para unirse a la guardia de la ciudad. Resultó ser un soldado bastante bueno, dado que siempre había sido ágil y muy fuerte. Aprendió a manejar todo tipo de armas, pero siempre llevaba consigo el boomerang de Cosmog, y lo arrojaba en situaciones desesperadas. Hasta el día en que se rompió.
El mejor amigo que había hecho en el ejército era un valeroso guerrero mayor que él, llamado Althier. La esposa de Althier había muerto hacía años por culpa de uno de los matones de Al Kupone, por lo que tenían motivaciones parecidas. Aunque al principio no se llevaban bien, tanto tiempo luchando codo con codo les hizo inseparables. Confiaban ciegamente uno en el otro.
Tras muchas peleas, lograron acorralar a Al Kupone, pero era un moguri realmente escurridizo. Las nobles artes guerreras de Althier no podían hacer gran cosa contra los artimagos de Al Kupone, que disparaban balas de hielo y rayos y les mantenían clavados en el sitio. Felanan trataba de utilizar un escudo ancho para cubrir a su amigo hasta que pudiese atacarles con la espada, pero el escudo no estaba hecho a prueba de magia. Se rompió, y Althier recibió dos disparos que le derribaron.
Una furia terrible surgió en el corazón de Felanan. Saltó, esquivando las balas, girando sobre sí mismo como si un viento sobrenatural le empujara. Tenía el boomerang de Cosmog en la mano, y cuando lo soltó, este dibujó un círculo en el callejón y derribó a los artimagos, hiriéndolos y dejándolos fuera de combate, aunque el propio objeto se hizo pedazos en el proceso. Y entonces advirtió, con sorpresa y horror, que Al Kupone escapaba.
Se lanzó en su persecución, pero una mano le agarró el tobillo.
—Felanan —era Althier—. No vayas.
—Pero él, ellos... —Felanan trató de soltarse violentamente—. ¡Tengo que atraparle!
—No —le prohibió Althier—. Morirás si vas solo.
—Tal vez. Pero me llevaré conmigo a Al Kupone. Eso es lo que tú también quieres.
—¡Felanan, yo moriré de todos modos! —gritó Althier—. Tú y yo... Hemos sido estúpidos. Culpamos a un mafioso de nuestros propios errores, y desperdiciamos nuestras vidas en busca de venganza. Pero yo ya no puedo cambiar eso. Tú... Tienes que cuidar de mi hijo.
—¿De Loki? ¿Yo...? —preguntó Felanan, perplejo.
—Ya es bastante mayor. No te resultará una molestia. Te lo prometo. Simplemente asegúrate de que no le falta de nada, de que está bien atendido, y de que...
—¿Y de qué, Althier?
—De que no descubra cómo morí —soltó el moribundo—. No dejes que el nombre de Al Kupone llega a sus oídos. Si lo hace, querrá venganza. No quiero que él cometa el mismo error que nosotros.
Felanan no podía estar de acuerdo, no podía pensar que era mejor dejar que Al Kupone se marchara como si nada. No después de todo lo que había hecho. Sin embargo, no podía ignorar la petición de Althier. Abandonó la guardia, volvió a casa, pero cuando veía a Loki, le costaba mirarle a los ojos. Aun así, cumplió su promesa, se encargó de él. Habló con Cid y los moguris para recuperar su antiguo empleo. Al parecer, le habían perdonado lo sucedido a Cosmog. Tal vez nunca le habían culpado realmente... Le recibieron con los brazos abiertos.
Y desde entonces, había conseguido llevar una vida tranquila, una vida casi feliz. Una vida que no parecía tener ningún cambio de importancia, no hasta que el cielo se había agrietado. No hasta que Felanan, quien prácticamente había olvidado la existencia de otro mundo, se había visto arrojado a un periplo por muchos de ellos.